martes, 19 de julio de 2011

LO MARAVILLOSO DE HONG KONG

Desde Beijing habíamos hecho las reservas de los respectivos hoteles. El de Shanghai había estado buenísimo. Era un hostel lindo, limpio y acogedor.
Cuando llegamos a Hong Kong nos dimos con la grata sorpresa de que el hostel que nos alojaría durante casi una semana no tenía ninguna semejanza al anterior.
Mi cara de espanto y terror no se hizo esperar. Martín jalaba la única maleta que habíamos llevado. Estábamos parados en medio del Chunking Mansions. La idea de quedarnos en ese lugar pestífero había sido total decisión nuestra, convencida por cierto, tras ver la película con el mismo nombre del motel. Nuestra fascinación por Wong Kar Wai nos había jugado una mala pasada. La entrada para llegar a nuestra habitación era por un ascensor de metro por metro donde cabían 8 personas. Todos aplastados, sudados, teníamos que subir por él.
La habitación parecía la celda de cualquier presidiario. 5 por 5cm. Nos organizamos para no chocarnos. Cuando uno entraba al baño, el otro tenía que quedarse echado.
Nos alistamos para salir a pasear en nuestro primer día Hong Kongkonés.
Poco a poco mi desilusión fue pasando. Caminar por las primeras calles de la ciudad nos iba llenando de emoción. Nada podía malograr nuestra futura estadía, ni el calor espantoso y pegajoso, ni la idea de pensar en el hotel asqueroso que nos esperaría por las noches.
Fueron días hermosos. Paseamos como condenados. Imparables. Nada nos detenía. Ni el hambre (que tenía por cierto, a cada momento).
Fuimos en tranvía, en ferry, en cablecarril. Poco nos faltó para viajar en burro, pero la modernidad y facilidad de Hong Kong nos permitió pasear en todos lo medios más lindos y divertidos que pueden existir.
Volver al hostel ya no era un suplicio, hasta eso me parecía divertido. Meternos por esos pasadizos (similares a los pasadizos de cualquier centro comercial del centro de Lima) lleno de comerciantes, de gentes de todas partes del mundo, sobre todo hindúes, árabes, musulmanes, turcos, negros, por ahí algún gringo, haciendo negocios limpios en el día y seguramente sucios en la noche, me hacía sentir feliz.
Todo Hong Kong me hacía feliz. El malecón. Los mercados de noche, los de comida, los centros comerciales, los parques, los edificios, los subterráneos, los chinos más británicos que chinos, aunque al fin y al cabo chinos, las combis parecidas a las de Lima, estar con Martín ahí, paseando juntos, los dos, yendo de una isla a otra en ferry me hacía la mujer más feliz.
Quedaban pocos días para volver. Ninguno de los dos quería hacerlo. No queríamos volver a la realidad. Porque la realidad era llegar a Beijing para que en dos semanas yo tomará vuelo de regreso a mi ciudad.
Nos despedimos del Chunking Mansions tomándonos fotos y haciendo algunos videos (para nunca más volver a él), para no olvidarlo jamás y haciendo la promesa de volver a Hong Kong y visitarlo mil y un veces más.